Las pandillas juveniles, al ser tradicionalmente una organización conformada por un grupo de hombres, configurado por hombres, pensado por hombres y diseñado por hombres, en donde las mujeres son minoría cuantitativa, cuenta con todos los estereotipos, prejuicios, desbalances y desigualdades entre hombres y mujeres que prevalecen en la sociedad patriarcal, potenciados por la violencia y marginalidad que prevalece en las pandillas. Es sin embargo, en ese ambiente misógino, donde lo femenino es devaluado como débil, en donde la crisis obliga a la pandilla a recurrir a las mujeres para su supervivencia.
Al sentirse amenazados, como en toda sociedad en guerra, los hombres pandilleros han recurrido a su retaguardia natural. Las mujeres: madres, abuelas, parejas, hermanas, son esa retaguardia que permite a los pandilleros seguir activos.
Algunas mujeres se involucran directamente con las pandillas e inician el ciclo de violencia y criminalidad común entre sus pares varones. Otras, en cambio, permanecen siempre al margen, sin vincularse directamente en la vida pandillera, pero sin desprender los lazos afectivos que las unen con los hombres de las maras y pandillas.